primera novela gamberra publicada íntegramente on line y de forma gratuita

miércoles, 31 de diciembre de 2008

EL INCIDENTE PISTACHO


Al día siguiente, el maldito pitido del despertador sacó a Gregorio de un bello sueño. La vuelta a la realidad fue dura. Parecía que alguien le estuviera clavando alfileres en la cabeza y se sentía como si mil enanos gritaran a la vez desde dentro de sus inflamadas meninges. Una botella de Beefeater vacía, en la mesilla, le aclaró la causa de dicho dolor y ya de paso, de la textura pastosa de su paladar.
Adela se había ido, recordó. No pudo evitar lamentarse ante el recuerdo del incidente de la noche anterior. Recordó con una punzada de dolor la cara de Doña Gumersinda regada con su más preciado fluido corporal.
-Joder.- exclamó- ¡Qué desastre!
No debía pensar en aquello.
Tenía que levantarse. Era el día de la maldita oposición. Otra oportunidad para acabar con aquella asquerosa vida de profesor interino y pasar a engrosar el glorioso cuerpo de funcionarios del estado y jubilarse. Adela no le iba a llevar pues ya no estaba, así que tendría que intentar llegar con su achacoso y decrépito Opel Corsa hasta el tribunal número 7 sito en la ciudad de Cartagena.
Mientras que se duchaba meditó sobre su última “hazaña”. Era un especialista en cagarla, en dejar escapar a mujeres maravillosas metiendo la pata en el momento más inoportuno.
¿Cómo diablos lo hacía?
De hecho, sus amigos se lo agradecían sobremanera pues alegraba su triste vida social con sus tristes desventuras y carcajeantes fracasos. Le constaba que todos sus colegas eran la salsa de las fiestas gracias a él, el centro de atención narrando al respetable sus innumerables meteduras de pata con el bello sexo.
La risa. Tenía un don para las catástrofes, no había duda.

No pudo evitar el recuerdo de Nuria.
La dulce Nuria. Otra cagada más de las suyas.
Nuria, la intelectual, su relación anterior a Adela, Nuria, un terremoto en la cama. También la perdió por una tontería de nada.
Qué cuerpo, qué carácter, qué fogosidad. Era periodista y escribía bien de veras. Crítica literaria. Aquella relación venía bien a su incipiente carrera como escritor. Le gustaba.
Y la cagó, claro.
Lo recordaba bien. Siempre hacían bromas sobre cómo la gente acababa viviendo con su novio o su novia: “Una noche en tu casa, otra en la mía, un buen día me llevo un cepillo de dientes, otro me dejas un cajón.....y hala, en seguida casados con una hipoteca, un adosado en el extrarradio y tres criaturas”.
El caso es que llegó un día en que pensó en que no era mala idea el que vivieran juntos. Se sintió romántico, gilipollas quizás.
Era verano y Nuria pasaba quince días con sus padres en su San Sebastián natal. Decidió enviarle un e-mail al respecto y darle una sorpresa.
Pobre imbécil.
Pensó que a la chica le haría ilusión que le pidiera que viniera a vivir a su casa: el príncipe azul y eso......qué idiota....
Escribió el correo electrónico escuchando a Extremoduro, “So Payaso” para más señas, qué romántico.
Lo recordaba. Siempre bromeaban sobre el tema, “algún día me traeré unas braguitas, que si aparecerá una caja de tampones en tu cajón de la mesita”....... de hecho recordó un día en que se había mosqueado con ella porque utilizó su peine.
¡Su querido peine de soltero!
Al instante se arrepintió y le pidió disculpas. Una tontería de treintañero que lleva ya tiempo viviendo solo tras su divorcio y empieza a tener manías absurdas.
Recordando ese incidente escribió aquel maldito mail.
Su pelo era muy importante para él. Era una de los pocos atractivos (por no decir el único) que conservaba intactos de su época de cortejo, apareo y desove, de su juventud, vamos.
Le había costado trabajo encontrar un cepillo que fuera bien a su pelo rizado, a sus dorados bucles de querubín. Lo halló en París y era de Cristian Dior, con mango de madera de roble añejo. Le costó un auténtico pastón.
Después de los treinta hay que llevar mucho cuidado con la cabellera si eres un tío. A la mínima te quedas calvo y estás perdido, así que Gregorio era muy tiquismiquis con su cepillo para el pelo. De ahí aquel enfado tonto cuando la sorprendió usándolo.
Decidió demostrar a su chica, en un alarde generosidad sin precedentes, que ni eso le importaba, que lo suyo era de ella y que estaba dispuesto a compartirlo todo si accedía a vivir con él.

Éste era el correo:
Querida Nuria:
Quiero decirte algo de manera original. Supongo que entenderás “lo que te quiero pedir”. Me refiero a mi peine. Puedes usarlo cuando y cuánto quieras. Lo mío es tuyo. Sé que te encanta usarlo (aunque no nos engañemos, los has conocido de todos los tamaños y colores).
Ahora mismo lo estoy limpiando a fondo mientras que te escribo. Está en agua y lejía para que se la vaya la roña y esas concreciones de caspa y pelos que a veces lo impregnan por completo.
Lo tendré un día entero en remojo. Es un tratamiento agresivo pero lo deja como nuevo.
Ya sabes que a veces he tenido caspa en la zona e incluso algún hongo que mi dermatólogo llegó a confundir con la pelagra.
Úsalo cuando quieras, ya sabes, lo mío es tuyo.
Y si quieres, cuando venga tu madre también lo puede usar, y tus amigas, y quien tú quieras, y tu abuela Matilde. Tu prima Encarna lo usó cuando vino por fiestas. Y no se cansaba. Y dale y dale. Sabes que es bastante obsesiva. Y tu padre. Sé que le quedan cuatro pero no me importa que él también lo disfrute. Siempre ha sido muy coqueto.
Si hasta lo he utilizado con mi hija cuando me toca que venga en verano.
Lo dicho, te espero.

Gregorio.




Gregorio no tenía ni idea de qué era lo que había ocurrido. Comenzó a intuirlo al llegar del gimnasio cuando leyó un correo de respuesta de Nuria. En lugar de deshacerse en elogios y de derretirse como una fémina en celo que ha cazado al hombre de sus sueños le decía:

Maldito hijo deputa.
No sé de que vas, cabrón, pero como te vuelva a ver te pego una patada en los huevos que te capo, comemierda.
Paso porque en tu correo te permitas el lujo de llamarme puta y que me acuses de haber conocido pollas de todas las razas y tamaños (ahora lamento haber sido sincera contigo sobre mi vida anterior en un ataque de romanticismo), paso porque insinúes que estás dispuesto a follarte a mi santa madre, a mis amigas y hasta a mi pobre abuela que yace impedida en la cama tras fracturarse ayer la cadera, paso porque reconozcas haberte follado a la guarra de mi prima, que sí, es una obsesiva de la ninfomanía y por eso la mandaron al sur, para que se recuperara y tú vas y te la cepillas...., pero no te consiento, escucha cabrón, no te consiento que te metas con mi padre insinuando que le quedan cuatro polvos. Ya es duro para un hombretón como él el haber padecido cáncer de próstata y saber que no va a poder hacer nunca más el amor como para que un media mierda como tú amenace encima con darle por culo, hijoputa.
Hemos terminado.

PD.- acabo de poner en conocimiento del servicio de protección al menor de la comunidad autónoma que eres un pervertido que abusa de su hija de doce años en los permisos veraniegos. Que lo disfrutes en la cárcel.
PDII.- Olvídate de que te promocione tu novela. Acabo de hacerte una crítica implacable. Sale mañana.



Se quedó de piedra. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué había reaccionado así? La llamó por teléfono pero contestó su hermano Andoni que amenazó con venir a hacerle una visita con sus amigo borrokas. Colgó.
Releyó el correo que él había enviado por si era la causa de aquella airada reacción.
Entonces lo comprendió todo. Leyó la frase en cuestión.
“Me refiero a mi pene”.
Pene. Decía pene en lugar de peine.
¡Pene!
¡PENE!
Había puesto pene en lugar de peine. Qué gilipollas. Releyó el correo. Qué error. Todo el sentido cambiaba, claro.
Le decía a su novia que tenía su “pene” a su disposición. Que era suyo, que sabía que le gustaba aunque que le constaba que los había conocido de todos los tamaños y colores, joder.
No contento con ello, le decía que si quería podía usarlo su madre, ¡su madre!,..... y sus amigas, y que lo había usado su prima Encarna, la de Baracaldo.
Joder, joooder, joooder.
Decía haber tenido pelagra y hongos en la polla, que también quería follarse a la inválida de su abuela y por último que estaba deseando encular a su padre al que le quedaban cuatro.....cuatro......
¡Él se refería a cuatro pelos!
¡Dios!
Y cerraba diciendo que lo había usado con su hija.
¡Con su propia hija!
Mierda, mierda, mierda ...pensó...¿cómo había cometido un error así? Era cierto que a veces la tecla de la letra “i” del teclado de su PC se bloqueaba.....pero....
Peine. Pene. Sólo por una puta letra la había cagado.
Fue a la cocina y volvió armado con un cuchillo.
Arrancó la maldita letra “i” del teclado y allí estaba ufano y desafiante:
¡Un trozo de cáscara de pistacho!
El muy hijoputa era la causa de su desgracia. Había bloqueado la tecla “i” justo en el maldito momento en que escribía la palabra “peine”. No antes, no. Ni después. Justo en ese fatídico momento.


Ella no volvió y Gregorio de pocas pierde la posibilidad de ver a su hija en verano. Vinieron los de servicios sociales y le costó de veras convencer al juez de que todo aquello era un malentendido. Era algo tan, tan surrealista .....
Los abogados de su ex mujer, ella misma, el ugier, su puto letrado, el juez y las limpiadoras del juzgado se partieron el culo de risa durante la vista.
Algún hijoputa de auxiliar administrativo del ministerio de Justicia filtró el maldito correo que salía en el acta y se hizo popular en internet. Fue motivo de descojone general.
Al menos no perdió a su hija.



*****



El agua de la ducha rebotando en su cara de gilipollas le devolvió dolorosamente al mundo real. De eso hacía tres años y acababa de volver a cagarla.
Esta vez con Adela.
Adela.
No había tiempo para el sentimentalismo, tenía que ir al examen. Las odiadas oposiciones. Ella no estaba allí para llevarle. Estaba harto de examinarse una y otra vez, de hecho había aprobado dos veces, una de ellas con un nueve y medio y no le había servido de nada. Así era la vida del profesor interino.
Se vistió, tomó un café y bajó al garaje a por su odioso Opel Corsa. No podía comprarse un coche nuevo pues entre la pensión que pasaba por su hija, la hipoteca y los gastos rutinarios, ya se sabe, pizzas, tele por cable, video juegos y revistas porno, no lograba llegar a fin de mes.
Le costó Dios y ayuda arrancar el motor y eso que discurría el cálido mes de junio. Al salir del garaje de pocas no logra subir la empinada cuesta y un preocupante humo negro le hizo temer lo peor. Sólo tenía que cubrir cincuenta kilómetros hasta el IES Salvador de la Esprefolla donde se había ubicado el tribunal número siete, así que puso la radio y se dispuso a relajarse escuchando a Federico Jiménez Losantos.
Total, no había estudiado una mierda.....

Intentó no pensar en el incidente de la noche anterior, no merecía la pena mortificarse. Además, ésa era la historia de su vida, provocar catástrofe tras catástrofe. Su mente vagó mientras conducía y halló múltiples ejemplos; sin ir más lejos: la manera en que acabó de un plumazo con el matrimonio de sus padres.
Ahí es nada.
Hacía ya unos veinticinco años de aquello, pero las cosas no habían vuelto a ser iguales para sus padres.
Sí, papa y mamá seguían viviendo juntos, cubrían las apariencias, pero ya no eran una pareja bien avenida desde que Gregorio, a la tierna edad de quince años, reventara aquella santa unión en una de sus múltiples meteduras de pata.
Como cualquier adolescente tenía unas cuantas revistas pornográficas con las que se pajilleaba hasta el límite de lo humanamente soportable. Fue entonces cuando su amigo Iván, “el araña”, un auténtico acaparador de porno del bueno con la cara llena de granos fue descubierto por su madre que le incautó toda su colección de Private, Play Boy y “Supertetetas”. Además, lo castigaron seis meses sin salir. Gregorio se conjuró para que no le ocurriera lo mismo. Decidió hallar un escondite perfecto para sus “revistas de guarras” y vaya si lo encontró.
Su padre, Abelardo, estaba siempre de viaje con sus cosas del sindicato, así que no había mejor lugar que su mesita de noche, bajo los calcetines que su madre plegaba en forma de bola. Ni qué decir tiene que Helena encontró la depravada colección que incluía desde la coprofilia, pasando por los más escandalosos de los estupros, lluvias doradas, besos negros, cajas turcas y lindezas de dicha calaña. La indignada señora esperó a que Abelardo llegara de viaje y en cuanto éste entró por la puerta le soltó una bofetada tremenda delante de su propio hijo a la vez que le gritaba:
-Hijo de puta, pervertido..... ¡confiesa, confiesa!
Abelardo, honrado sindicalista, padre ímprobo y abnegado marido, se vio descubierto y confesó, sí.
Confesó rodilla en tierra sus más de quince años de éxitos como travestido en el “Tomante´s”, un concurrido local del paralelo barcelonés y ya puesto también desveló su afición a acostarse con hombres de negocios en grupos de hasta cuatro individuos vestido con uniforme de colegiala inglesa.
De hecho, su carrera como “Estrellita Cristal” iba viento en popa según le apuntaba su agente, o mejor dicho, su chulo, Atoñito “ el trempao”.
Sorprendente testimonio el suyo. Desolador. Nada volvió a ser igual.
Y así se fue el matrimonio al garete. Por culpa de Gregorio, claro.



Gregorio volvió a la realidad, no merecía la pena pensar en cosas así, iba camino de la oposición y a penas quedaban diez kilómetros. Entonces se gestó la tragedia. Vio el humo negro por el retrovisor, el motor hizo un extraño sonido, saltó un chispazo en el salpicadero y se escuchó como un último estertor...... de pronto, el coche se paró. Había muerto.
Logró echarse a la derecha y se detuvo. Reaccionó como el adulto responsable que era y comenzó a darse de cabezazos con el volante. Aquello no podía estar ocurriéndole a él.
Dios. ¡La oposición!
Si no firmaba el examen quedaría fuera de la bolsa de trabajo. Se quedaría sin curro, en la puta calle. Miró el reloj. Quedaban veinte minutos. No había tiempo.
Tranquilo, tranquilo, se dijo. Piensa.
Entonces recordó que alguien le había comentado que en caso de pinchazo o avería de camino a unas oposiciones había que llamar a la Guardia Civil para que ellos pudieran dar parte de la situación. Sí, esa era la solución. Era una manera oficial de justificar el retraso y evitar que le excluyeran de las oposiciones y de la lista de interinos.
Buscó el móvil y llamó al 112.
En apenas cinco minutos llegaron dos motoristas de la Guardia Civil.
Bajaron de sus motos y escucharon su relato. Agentes Gálvez y Trallero, dijeron llamarse. Le vieron muy nervioso.
-No se preocupe, esto tiene fácil solución.- dijo uno de ellos, el agente Trallero, que se colocó en medio de la autovía brazo en alto y estuvo a punto de provocar que varios vehículos se salieran de la vía. Al menos logró hacer que frenara un 124 de color rojo.
-Tranquilo amigo.- dijo su compañero, Gálvez- Ese coche le llevará.



En ese mismo momento, dos individuos bajaron del vehículo detenido en mitad de la autopista y salieron corriendo en direcciones opuestas.
-Hostia, Gálvez.- dijo Trallero - Dos moros. ¡Esos no son trigo limpio!
Los dos brillantes agentes de la Benemérita se dividieron para perseguir a los dos magrebíes. Uno corría ya por encima de los plásticos que cubrían las tomateras de un campo cercano gritando al inmigrante que se entregara y el otro sorteaba los vehículos del otro carril de la autopista mientras que el fugado huía saltando por encima del quitamiedos.
Gregorio no sabía qué hacer.
-¡Oigan, oigan!- acertó a decir -Esperen, no se vayan....

El ruido de cientos de bocinas sonando al unísono se le clavaba en las meninges, la resaca le pasaba factura. Los conductores retenidos tras el 124 rojo se mostraban impacientes. Otros lo rebasaban lentamente mentando a la madre de no sé quién. El atasco tras los dos vehículos parados era enorme.
Los picoletos corrían tras aquellos dos desgraciados, probablemente inmigrantes ilegales, que al ver que dos guardias civiles les daban el alto habían salido por piernas.
Miró el reloj. Los guardias no iban a volver, al menos de momento. No habían podido tomar parte del atestado. No tenía papeles que justificaran su avería a tiempo. La gente pitaba. El caos era general. Miró de nuevo el reloj. Aún tenía tiempo. El 124 le esperaba con las puertas abiertas.
Total, era una emergencia, ¿no?
Aquellos dos inmigrantes no iban a volver a reclamar el coche que, dicho sea de paso, estaba para el desguace.
Se quedaba sin curro, así que se vio a sí mismo, como en un sueño, subiendo al coche, cerrando las dos puertas y arrancando en dirección al examen para alivio de los conductores retenidos.
Ya lo aclararía todo después.
Aquel coche rojo era un insulto a la inteligencia y al buen gusto, tenía tapizados los asientos con piel de leopardo, llevaba un pisapapeles de plástico con un ancla sobre la palanca del cambio de marchas y lucía un marco en el salpicadero con cuatro fotos tamaño carnet que decía: Papá, no corras.
Surrealista.
Iba histérico, así que se equivocó de salida de la autovía. Cuando llegó, estaba de los nervios. Tomó la salida 67 de la autovía, hasta que llego al barrio de “Los Ramos”, allí se situaba el IES Salvador de la Esprefolla, una construcción tan, tan modernista, que se decía había provocado graves desórdenes nerviosos en alumnos y profesores. Paró el 124 y justo cuando iba a bajar del mismo, dos vehículos derrapando aparcaron a su lado cerrando cualquier posible vía de escape. Le pareció ver por el retrovisor que llegaban además un par de furgonetas negras de las que descendían unos tipos con monos negros, cascos, armados hasta los dientes y con gafas que a él le recordaron las de bucear. Cuando quiso darse cuenta tenía más de veinte armas apuntando a su cabeza.
No recordaba nada más porque le sacaron del coche y le dieron de hostias antes de que pudiera siquiera abrir la boca. Cuando estaba punto de desmayarse le pareció escuchar que alguien decía:
-¡Puto terrorista!



FIN DEL SEGUNDO CAPÍTULO

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